lunes, 19 de julio de 2010

De los placeres de la vida... y de la muerte

He buscado inútilmente en la memoria el autor que afirma que el único motivo lícito para el asesinato es el canibalismo, puesto que deglutir con gozo a un semejante es, sin duda ninguna, darle un destino más digno que borrarle la existencia porque critica el régimen, o posee la prueba reina para hacerlo caer, o cree que el petróleo se debe manejar de otra manera.
Esta cita debe, o debería en justicia poética, corresponder a un inglés; o a un irlandés, pues es bien sabido que los mejores escritores ingleses son de otra nacionalidad, lo que incluye al polaco Conrad y al indio Kipling. La frase suena a Swift, a Carroll, a Bernard Shaw, a Wilde, o a Evelyn Waugh; y tiene su lógica el que sea de un escritor insular, puesto que sólo las excéntricas maravillas de la literatura británica compensan, muy ampliamente por cierto, el horror indescriptible de su comida, que sólo ha aportado al paladar universal la obvia exquisitez del roast beef y los pies, pero únicamente los dulces, pues los salados son el centro mismo de esa infamia.
Pero la muerte ligada al placer de la mesa no se circunscribe a los pueblos antropófagos. Como dice el profesor belga J.E. Tromme, inspirado quizás en El asesinato como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, la culinaria es un arte en el cual “los hombres sacrificamos la vida de muchos seres para darnos vida y placer”. Esta idea divertidamente espeluznante, implica que la comida no puede tomarse a la ligera, no puede ser un medio para satisfacer el voraz apetito de unas células inconscientes que continuamente piden complejos químicos para exclamar aquí estoy y aquí me quedo cueste lo que cueste, sino una actividad que le dé valor al sacrificio de la naturaleza, llenando de alegría las papilas, de admiración las neuronas y de paz el corazón.

Incesto sin transgresión.
La extinción de una vida, de cualquier vida, sólo puede deberse a un interés tan alto que la justifique. Y como la cosa es que disfrutamos comiendo seres llenos de vida, con la excepción clara de la sal, y con dudas sobre la naturaleza del agua, hay que darle a los actos de cocinar y comer una dimensión respetuosa y plena de hedonismo. Cortar el salto impetuoso de un salmón para llevarlo a un plato, solamente tiene razón de ser si se convierten sus filetes en una obra de arte. Lo mismo puede decirse de la belleza de un melocotón, un ciervo o un crisantemo; esto para que no se entienda la afirmación anterior como defensa del insulso engullir vegetariano: nadie podría probar que una zanahoria es un ser menos vivo que el caviar.
Se admite que ciertas circunstancias históricas, ciertas peculiaridades étnicas, ciertos arcanos caprichosos, hayan llevado a algunos pueblos o credos a pensar que las vacas llenando las calles de boñiga sean mejores para el espíritu que aromatizando el hogar desde la sartén y cubiertas de salsas generosas. Pero, aún sin recurrir a las locuras perfectamente hilvanadas del obispo Berkeley o a la sensatez postmoderna de Spinoza o incluso al hilo poético de San Francisco de Asís, se tiene cierta consciencia innata de que todos los seres vivos formamos parte de un amasijo continuo, de una transformación cósmica que nos hace hermanos. Y comerse al hermano no es sólo un inconfesable sueño incestuoso y caníbal, sino parte de la cotidianidad.
Hay tanto discurrir filosófico tras estas afirmaciones que sería infinita la tarea de rastrear el origen del placer de la mesa en sus aspectos de licitud o degradación, pues el concepto de vida está en el origen mismo del pensamiento; y, por motivos políticos, fuente como se sabe, de las peores depravaciones, como se observa al escuchar los boletines cotidianos de palacio sobre chantaje a los medios y sobornos al congreso, este pensamiento ha sido forzado a clasificar la vida según criterios que serían cómicos si no hubieran llevado a los peores momentos de la historia.

Ambivalencia de lo caníbal: si desear lo mejor de tu próximo.
En algunos de los peores momentos de la historia, la filosofía oficial ha justificado el trato dado a las mujeres (a las patadas, como corresponde a los verdaderos machos) o a los negros e indígenas, o a los campesinos de Urabá o a los aparceros en Santander o a los contribuyentes que hoy pagamos forzados la campaña del candidato oficial, con argumentos sesudos sobre su naturaleza, casi siempre respaldados, si no inspirados, por alguna iglesia o los siempre ominosos intereses de estado: son cosas o no, tienen o no alma, según convenga al Samper o al inquisidor de turno.
Habitualmente, en gastronomía se habla del generoso espíritu del vino, pero se deberían mencionar también el taoísta del pato lacado, el feminista de los corazones de alcachofa y el retorcido de las habas.
El temor de consumir el espíritu ajeno... el placer de absorberlo... el sentido de la vida concentrado en compartir el espíritu de otras vidas. Finalmente el amor, y su culminación, el sexo, son sólo eso. Y la gastronomía perfecta también.

(Artículo ya publicado en la versión impresa de la Revista Número)

2 comentarios:

Jorge Hernandez dijo...

Hola Jorge, buen blog, me gusta.
Los pies ingleses de sal, no son tan malos, y la cocina de ellos no es tan perversa, por ejemplo has leido de Heston Blumenthal? es espectacular!

Jorge Molina Villegas dijo...

Jorge:
Gracias. Tienes razón: tan malos, tan malos, no son. Conozco cosas peores en las cocinas francesa e italiana, pero con la alimentación tradicional en la gran Bretaña pasa como con Sodoma: tes justos no la salvan. Pero el haber creado el roast beef haría pensar dos veces, o cien, al mismo Dios. Y ya me pongo a buscar a Blumenthal.