miércoles, 21 de julio de 2010

La receta completa del Dry Martini

El mejor Dry Martini de la tierra obviamente es el de mi casa (todo aquel que prepara Martini dice lo mismo). Se cuenta que Buñuel llegó una vez al Oyster Bar del Plaza en NY, uno de los templos del Martini en el mundo, donde se toma acompañado con ostras frescas Blue Point con limón y Tabasco, y pidió el Martini seco de la casa. Al probarlo, felicitó efusivamente al barman y le comentó: "Este es el segundo mejor Martini de la tierra." El hombre, muy serio, se abrió la chaqueta del smoking y dejó ver un botón donde decía: "Porque sin duda el primero es el que hago yo".
El Martini es como una religión, una masonería suicida, sibarítica y de buen humor, conformada en su mayor parte por publicistas.
Como muestra, van cinco dichos famosos al respecto:
1 - Según Dorothy Parker, la gran escritora newyorkina, un dry martini la manda al paraíso de lo contenta que la pone, dos la mandan debajo de la mesa y tres, ¡debajo del anfitrión! (Tomado de la revista La Nota).
2 - La dosis de Martini es como la de los senos femeninos: uno es muy poco, tres son demasiados, dos son perfectos.
3 - Germán Puerta, publicista algo alejado por ahora de la secta martinesca, dice que hay barmen tan malos que "sirven un ¡Ay! Martini."
4 - Y que "ninguna virginidad resiste tres dry martinis..."
5 - Un martini está bien. Dos son demasiado y tres no son suficientes.
James Bond impuso la frase "agitado, no revuelto"; rara cosa, tratándose de un aparente conocedor, pues que la ginebra nunca debe someterse al martirio de la coctelera, sino pasarse suavemente sobre hielo, vigilando que este sufra de un frío de menos de 10 grados centígrados.

Va mi receta personal.
Ingredientes.
1. Mantener la ginebra (Gordons o Bombay Sapphire, en ese orden de preferencias), en el sitio más helado del congelador.
2. El vermut debe ser Noilly Pratt, escaso en todo el mundo, blanco y extraseco, bautizado al abrir la botella con 36 gotas generosas de angostura, las gotas amargas por excelencia. Sin agitar la botella, se revuelven bien, con mucha paciencia, pues su densidad es distinta a la del licor.
4. Las aceitunas perfectas se llaman Bella di Cerignola, y se que las venden en los almacenes Crate & Barrels y en el Dean & De Lucca del Soho newyorquino. Son casi crudas, prácticamente sin sal y gigantescas. Nunca utilizar aceitunas en aceite o con ningún relleno. Ojo: ni la aceituna ni la cáscara de limón litle twisted son decoración: la una o el otro contribuyen al aroma y sabor de la bebida.
Si se usa la cáscara de limón, la fruta debe ser muy verde, fresca y limpia. Se saca una tira delgada, se le quita la parte blanca y se tuerce ligeramente hasta notar que sale por lo menos una gota diminuta de aceite esencial.
Preparación.
Se llena la copa con hielo que debe estar a muy baja temperatura, con apariencia amenazante. No sirve el que haya reposado más de un segundo en una hielera. Se vierte alrededor del hielo un poco de Noilly Pratt y se deja reposar hasta que la copa esté nublada. Guardar las copas en el congelador es aún mejor, pero el procedimiento es el mismo. La aceituna se pincha con un palillo, que se quita de inmediato (los de vidrio son mejores pues no sueltan sabor ni aroma como los de madera) y se coloca sobre papel absorbente de cocina para secarla completamente. Por el mismo orificio se vuelve a poner el palillo.
Dándole vueltas cuidadosamente a la copa, para que el vermut se pegue de las paredes, se saca el hielo y se agita enérgicamente el recipiente, boca abajo, para eliminar excesos de líquido.
De inmediato se vierte la ginebra helada, mantenida invariablemente en el congelador, y se coloca la aceituna. La copa siempre se toma del tallo, jamás de la parte que contiene el coctel, para conservarlo frío. ¡Y se toma siempre a mi salud!

lunes, 19 de julio de 2010

De don juanes pretendidos y martinis reales

Como es normal al tratar el tema del martini, comencemos citando a Dorothy Parker cuando afirmaba que el primer martini la mandaba al paraíso, dos debajo de la mesa y tres debajo del anfitrión.
Y es muy pertinente porque de eso trata esta nota. Un trago forma parte esencial del rito colombiano de la seducción como las trampas en los negocios y la eternidad indolente en el ejercicio judicial. Y el martini es un trago como el acero toledano de los tenorios, para seductores templados. Pero piense en el martini de verdad, porque no todo lo que se echa en una copa acampanada es martini como no todo lo que se lleva a la cama es sexo: con frecuencia se trata de acumular anécdotas o de engrosar la hoja de vida. No se vaya a confundir, por ejemplo, con un "martini" de liches (sic), esa cosa dulzona, ese brebaje espantoso para señoritas, verdaderas señoritas (horrible cosa) del novecento o nonagenarias; quedaría como un galán de piscina de Melgar.
Aliste amorosamente los ingredientes: la pareja de turno que prefiera y sepa que la copa siempre se toma del tallo, jamás de la parte que contiene el coctel, para conservarlo frío; si lo hace mal, cámbiela: un buen martini es irremplazable y no abunda como las parejas ávidas de gran amor. El vermut Noilly Pratt blanco y extraseco, bautizado al abrir la botella con unas Gotas de Angostura. Las aceitunas Bella di Cerignola, secadas con papel absorbente. La ginebra Gordon´s recluida para siempre en el rincón más frío del congelador, acompañada por las copas acampanadas de tallo largo.
Vierta en cada copa un tris de vermut y deles vueltas cuidadosamente boca abajo (las copas, por favor, las copas) para eliminar excesos. De inmediato, vierta la ginebra y ponga adentro la aceituna. Olvide las cocteleras y otros shows inútiles que le aguarán el licor y la fiesta.
Lo más probable, luego de toda esta cháchara, es que el primer martini lleve a varios más y finalmente tanto seductor como pareja queden imposibilitados para hacer algo más que tomarse el segundo o un improbable tercero y gozarlos... pero ya habrá más seducciones y otros días; y quizás la mejor forma, o por lo menos la forma real de ser un gran Don Juan es ser un maravilloso barman: la satisfacción en esto casos no se finge nunca y es compartida.

(Artículo publicado en la Revista Don Juan, edición virtual)

De los placeres de la vida... y de la muerte

He buscado inútilmente en la memoria el autor que afirma que el único motivo lícito para el asesinato es el canibalismo, puesto que deglutir con gozo a un semejante es, sin duda ninguna, darle un destino más digno que borrarle la existencia porque critica el régimen, o posee la prueba reina para hacerlo caer, o cree que el petróleo se debe manejar de otra manera.
Esta cita debe, o debería en justicia poética, corresponder a un inglés; o a un irlandés, pues es bien sabido que los mejores escritores ingleses son de otra nacionalidad, lo que incluye al polaco Conrad y al indio Kipling. La frase suena a Swift, a Carroll, a Bernard Shaw, a Wilde, o a Evelyn Waugh; y tiene su lógica el que sea de un escritor insular, puesto que sólo las excéntricas maravillas de la literatura británica compensan, muy ampliamente por cierto, el horror indescriptible de su comida, que sólo ha aportado al paladar universal la obvia exquisitez del roast beef y los pies, pero únicamente los dulces, pues los salados son el centro mismo de esa infamia.
Pero la muerte ligada al placer de la mesa no se circunscribe a los pueblos antropófagos. Como dice el profesor belga J.E. Tromme, inspirado quizás en El asesinato como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, la culinaria es un arte en el cual “los hombres sacrificamos la vida de muchos seres para darnos vida y placer”. Esta idea divertidamente espeluznante, implica que la comida no puede tomarse a la ligera, no puede ser un medio para satisfacer el voraz apetito de unas células inconscientes que continuamente piden complejos químicos para exclamar aquí estoy y aquí me quedo cueste lo que cueste, sino una actividad que le dé valor al sacrificio de la naturaleza, llenando de alegría las papilas, de admiración las neuronas y de paz el corazón.

Incesto sin transgresión.
La extinción de una vida, de cualquier vida, sólo puede deberse a un interés tan alto que la justifique. Y como la cosa es que disfrutamos comiendo seres llenos de vida, con la excepción clara de la sal, y con dudas sobre la naturaleza del agua, hay que darle a los actos de cocinar y comer una dimensión respetuosa y plena de hedonismo. Cortar el salto impetuoso de un salmón para llevarlo a un plato, solamente tiene razón de ser si se convierten sus filetes en una obra de arte. Lo mismo puede decirse de la belleza de un melocotón, un ciervo o un crisantemo; esto para que no se entienda la afirmación anterior como defensa del insulso engullir vegetariano: nadie podría probar que una zanahoria es un ser menos vivo que el caviar.
Se admite que ciertas circunstancias históricas, ciertas peculiaridades étnicas, ciertos arcanos caprichosos, hayan llevado a algunos pueblos o credos a pensar que las vacas llenando las calles de boñiga sean mejores para el espíritu que aromatizando el hogar desde la sartén y cubiertas de salsas generosas. Pero, aún sin recurrir a las locuras perfectamente hilvanadas del obispo Berkeley o a la sensatez postmoderna de Spinoza o incluso al hilo poético de San Francisco de Asís, se tiene cierta consciencia innata de que todos los seres vivos formamos parte de un amasijo continuo, de una transformación cósmica que nos hace hermanos. Y comerse al hermano no es sólo un inconfesable sueño incestuoso y caníbal, sino parte de la cotidianidad.
Hay tanto discurrir filosófico tras estas afirmaciones que sería infinita la tarea de rastrear el origen del placer de la mesa en sus aspectos de licitud o degradación, pues el concepto de vida está en el origen mismo del pensamiento; y, por motivos políticos, fuente como se sabe, de las peores depravaciones, como se observa al escuchar los boletines cotidianos de palacio sobre chantaje a los medios y sobornos al congreso, este pensamiento ha sido forzado a clasificar la vida según criterios que serían cómicos si no hubieran llevado a los peores momentos de la historia.

Ambivalencia de lo caníbal: si desear lo mejor de tu próximo.
En algunos de los peores momentos de la historia, la filosofía oficial ha justificado el trato dado a las mujeres (a las patadas, como corresponde a los verdaderos machos) o a los negros e indígenas, o a los campesinos de Urabá o a los aparceros en Santander o a los contribuyentes que hoy pagamos forzados la campaña del candidato oficial, con argumentos sesudos sobre su naturaleza, casi siempre respaldados, si no inspirados, por alguna iglesia o los siempre ominosos intereses de estado: son cosas o no, tienen o no alma, según convenga al Samper o al inquisidor de turno.
Habitualmente, en gastronomía se habla del generoso espíritu del vino, pero se deberían mencionar también el taoísta del pato lacado, el feminista de los corazones de alcachofa y el retorcido de las habas.
El temor de consumir el espíritu ajeno... el placer de absorberlo... el sentido de la vida concentrado en compartir el espíritu de otras vidas. Finalmente el amor, y su culminación, el sexo, son sólo eso. Y la gastronomía perfecta también.

(Artículo ya publicado en la versión impresa de la Revista Número)